En Nueva York, Javier Milei mantuvo una reunión con Donald Trump y con el secretario del Tesoro de Estados Unidos, Scott Bessent, en busca de auxilio financiero. Poco después, Bessent, Secretario del Tesoro, dio a conocer un paquete de líneas de salvataje para la Argentina, un movimiento que le permitió al presidente recuperar iniciativa y proyectar poder al amparo de Washington, con una dependencia cada vez más explícita y sin condiciones hacia Estados Unidos como sostén central de su proyecto político y económico.
Lejos de ser un hecho anecdótico, el salvataje es una redefinición estructural del país. Su alcance es la instalación de un estatuto legal de coloniaje en el siglo XXI, con enormes condicionamientos para el futuro. La propia necesidad de recurrir a este auxilio expone la confesión de un fracaso: el gobierno ya había dilapidado recursos extraordinarios como los ingresos del campo, los ingresos por el blanqueo de capitales y los fondos derivados del acuerdo con el FMI.
Sin cambiar el actual régimen económico, la asistencia financiera se perfila como un recurso para comprar tiempo, más que resolver la crisis de fondo. Una calma apenas coyuntural frente a la corrida cambiaria, el desplome de los bonos y el aumento del riesgo país. La comparación inevitable remite al “blindaje” de 40.000 millones de dólares firmado por De la Rúa en 2001, que no pudo evitar el derrumbe posterior.
Este gobierno está destruyendo la economía nacional, disuelve salarios y jubilaciones, desfinancia la educación y la salud pública, y sostiene un modelo de endeudamiento permanente que solo busca contener de manera artificial la inflación. Un camino ruinoso para la mayoría de la población, que encuentra eco en los magros resultados electorales recientes del oficialismo.
El nuevo préstamo, lejos de significar una mejora para el pueblo argentino, aparece orientado a garantizar las ganancias de los especuladores financieros y de los allegados al ministro Caputo, dándole apenas un respiro a un gobierno que se sostiene en la inercia del endeudamiento y la dependencia externa. Se trata de un mecanismo que no genera institucionalidad ni acuerdos políticos, sino que acentúa los rasgos autoritarios de un gobierno contra mayorías sociales y electorales, lo cual se expresó en los magros resultados obtenidos en distintas provincias, con especial contundencia en Buenos Aires.

Aspectos económicos
Análisis del «salvataje»
El Tesoro de Estados Unidos compraría deuda argentina emitida en dólares, lo que inyecta divisas y da un respaldo simbólico al mercado de bonos. Se abre además una línea contingente del Fondo de Estabilización de Cambios, concebida como un “seguro” frente a escenarios de crisis aguda. Se suma un swap por 20.000 millones de dólares con el Banco Central, destinado a fortalecer reservas y sostener el valor del peso. También se plantea el fin de los regímenes preferenciales para exportadores de commodities, con la intención de unificar el mercado cambiario y centralizar las divisas en el BCRA. Finalmente, el anuncio lleva un fuerte contenido político: se asegura que Estados Unidos respaldará a Argentina frente a especuladores y que grandes empresas norteamericanas están dispuestas a invertir si Milei logra consolidar su plan. La posverdad estructura a esta gente, acá y allá, así que de certezas nada. De hecho, los medios internacionales recuperaron más que Milei se vuelve sin un dólar que el apoyo simbólico dado en un humillante tweet escrito por el presidente de Estados Unidos a su subdito patológico.
La contracara de esta ayuda son condicionamientos de enorme alcance. En lo económico, el respaldo se ata explícitamente al mantenimiento del plan de ajuste fiscal y liberalización. Cualquier desvío podría derivar en la suspensión del auxilio, dejando a futuro gobiernos maniatados. En lo geopolítico, la mención a la “importancia estratégica” de Argentina marca el camino hacia un alineamiento sin matices con la política exterior de Washington, lo que tensionará la relación con actores como China y reducirá los márgenes de autonomía regional. Incluso hay un condicionamiento electoral explícito: se vincula la ayuda a un “resultado positivo” en las legislativas, un gesto de intervención directa en la política interna argentina.
Los riesgos son igualmente claros. El primero es el aumento de la dependencia: se multiplica la deuda, ahora con un acreedor con capacidad de imponer condiciones mucho más duras. El segundo, el espejismo de estabilidad: la llegada masiva de dólares puede calmar momentáneamente el mercado, pero sin mejoras productivas de fondo esa estabilidad será apenas un respiro artificial. El tercero, el impacto en el comercio: la política cambiaria vigente ahoga la competitividad industrial y empuja hacia un modelo primario-exportador, profundizando la destrucción de la base productiva nacional.
El punto más crítico es la pérdida de soberanía. Decisiones centrales de política fiscal y monetaria pasan a depender del visto bueno de Washington. La política exterior queda atada a un alineamiento que no necesariamente coincide con los intereses nacionales o con la integración regional. Y, en lo más grave, se sella la injerencia en el proceso político doméstico al condicionar el salvataje a un triunfo electoral del oficialismo.
El economista Robin Brooks (ex Goldman Sachs) advierte sobre el carácter equivocado de estas medidas. Señala que el plan se concentra en sostener un tipo de cambio artificial, cuando la raíz del problema es una sobrevaluación del peso estimada en al menos un 20%. El argumento es que este respiro debería servir para avanzar hacia un sistema de flotación cambiaria, en lugar de prolongar una estrategia de aguante hasta los comicios. Otros cuestionan la ignorancia técnica y el desprecio político de Bessent, que atribuyó la corrida a un ataque especulativo externo cuando en realidad fueron los propios ahorristas argentinos quienes salieron a dolarizarse, y que llegó incluso a utilizar el término “American Peronist” de manera peyorativa para referirse a un partido mayoritario. La advertencia histórica tampoco pasa desapercibida: Argentina ha recibido al menos doce paquetes similares en el pasado, ninguno de los cuales resolvió los problemas estructurales del país. La pregunta que queda flotando es por qué, esta vez, el resultado habría de ser diferente.
Aspectos geopolíticos
La gestión de Javier Milei marca un nivel de subordinación y dependencia a una potencia extranjera sin precedentes en la historia argentina. La ayuda extraordinaria de Estados Unidos no se limita a cuestiones financieras, sino que se inscribe en un cambio geopolítico más amplio, una suerte de nueva versión de la Doctrina Monroe, con un despliegue multidimensional que incluye aspectos militares, logísticos y de seguridad.
El respaldo de Washington es tan singular que algunos lo comparan con el rescate de México en 1995, aunque con diferencias notables: mientras México es un socio comercial y de inversiones de magnitud estratégica para Estados Unidos, la relación con Argentina es mucho menos densa. El hecho de que se destine semejante apoyo a un país periférico como el nuestro revela que la motivación central es política e ideológica. Se trata de consolidar una Sudamérica de derecha, con la expectativa de que las próximas elecciones en Chile, Perú, Colombia y Brasil puedan alinear al continente bajo gobiernos afines. El mensaje es contundente: a Brasil se lo disciplina, a Argentina se le concede.
En este tablero, Argentina se ha convertido en el país más hostil a China de toda la región, incluso en el Mercosur y en el G20. El gobierno rechazó la invitación a los BRICS, pidió ser socio global de la OTAN, canceló acuerdos nucleares con China para abrir negociaciones con empresas estadounidenses, compró aviones de combate norteamericanos en lugar de los ofrecidos por Pekín, frenó la construcción de un puerto multipropósito financiado por capitales chinos en Tierra del Fuego y ahora explora que ese espacio se transforme en una base norteamericana. La incógnita central es qué ocurrirá con el swap de monedas con China, pieza clave para sostener reservas en años recientes.
El alineamiento extremo con Washington, sin embargo, es contra los intereses argentinos. La economía nacional es complementaria de China y competidora de Estados Unidos, del mismo modo que lo fue con Gran Bretaña en el siglo XX. La realidad global muestra que la dinámica productiva y comercial se orienta cada vez más hacia Asia: en 2022, ocho de cada diez dólares de exportaciones argentinas provinieron de mercados no occidentales. Desde esa perspectiva, lo lógico sería acercarse a China y a Asia, en lugar de repetir el error histórico de no haber sabido gestionar el pasaje del poder de Gran Bretaña a Estados Unidos. Incluso ideólogos de las “relaciones carnales”, como Carlos Escudé, reconocían en sus últimos escritos que la mejor opción para Argentina era triangular y privilegiar el vínculo con Pekín.
La política exterior de Milei profundiza el aislamiento regional. Su nivel de alineamiento con Estados Unidos e Israel alcanzó récords: bajo la administración Biden, la tasa de coincidencias de voto en la ONU fue del 82%, más que en la época de Menem, mientras que la convergencia con China tocó su piso histórico. La confrontación con Brasil es inédita: nunca se reunió con Lula y rompió una tradición de más de un siglo de utilizar a ese país como eje compensatorio en la política exterior. La consecuencia es un deterioro de la relación con toda América Latina, salvo vínculos residuales con Paraguay y El Salvador, lo que debilita la capacidad argentina de conseguir apoyos en cuestiones estratégicas como Malvinas o para colocar candidatos en organismos internacionales. Fuera de Estados Unidos e Israel, nadie sabe qué lugar ocupa su país en la política exterior de Milei. Ejemplos como la retirada de la votación en la ONU que permitía hablar a un representante de la Autoridad Palestina son señalados como actos indignos en términos diplomáticos.
Paradójicamente, mientras Milei se entrega políticamente a Estados Unidos, su política económica termina beneficiando a China. La liberalización indiscriminada favorece el ingreso de importaciones chinas, que crecieron un 80% en los últimos seis meses, destruyendo la industria local, mientras las exportaciones hacia ese país cayeron. El arancel cero a los granos perjudica a Estados Unidos pero beneficia a Pekín, que asegura su abastecimiento alimentario. En este sentido, Milei termina funcionando como un topo indirecto de China, generando una dependencia dual: política hacia Washington y económica hacia Beijing.
El trasfondo de esta disputa es la hegemonía del dólar. Trump percibe una amenaza en los BRICS, que promueven el uso de monedas propias para el comercio y buscan salir de la subordinación a la divisa norteamericana. Estados Unidos responde con proteccionismo y ruptura de reglas, mientras China ofrece financiamiento, integración y desarrollo, acompañado de un avance tecnológico arrollador: más patentes que Estados Unidos y 1,4 millones de ingenieros graduados por año contra apenas 200.000 en suelo norteamericano. Por eso, incluso empresas como Apple no tienen previsto abandonar China.
La alianza que hoy encabeza Milei puede darle oxígeno financiero de corto plazo, pero coloca a Argentina en una encrucijada estratégica. Se entrega soberanía a cambio de una subordinación geopolítica que no coincide con los intereses productivos nacionales ni con la tendencia del mundo, que se desplaza inexorablemente hacia Asia.

Aspectos políticos
La gestión de Javier Milei atraviesa su momento más delicado desde que asumió. Por primera vez, la aprobación presidencial cayó por debajo del 40%. Apenas un 39% de los argentinos evalúa positivamente su gobierno, mientras que un 58% lo califica de manera negativa. En pocos meses, la imagen oficialista sufrió un derrumbe de diez puntos: en mayo todavía retenía un 49% de apoyo.
En este escenario, la apuesta a un salvataje financiero desde Washington puede no traducirse en réditos electorales. Como advierte Jaime Durán Barba, el electorado argentino tiende a desconfiar de la ayuda externa y define su posición más por la experiencia cotidiana —el precio de la carne, los medicamentos, la vida diaria— que por los números de la macroeconomía. Un escándalo de corrupción o la percepción de insensibilidad del gobierno pesa mucho más en el humor social que cualquier gesto del Tesoro estadounidense. De hecho, la identificación con Trump podría incluso ser contraproducente en lo que muchos analistas definen como “el país más antinorteamericano del continente”.
Las reacciones políticas internas no se hicieron esperar. Desde el peronismo, el senador Óscar Parrilli advirtió que cualquier nuevo endeudamiento debe pasar por el Congreso y que, de lo contrario, se estaría violando la Constitución. Itaí Hagman y Máximo Kirchner presentaron proyectos similares para reforzar esta posición. En la vereda opuesta, Mauricio Macri reapareció tras meses de silencio y calificó el apoyo norteamericano como “muy impresionante”, una señal de tranquilidad que permitiría al gobierno “empezar una nueva etapa”. Sin embargo, reveló que hace más de un año que no mantiene diálogo con Milei.
La tensión con el Congreso se profundiza además por la ley de discapacidad. El Ejecutivo la promulgó de manera parcial, argumentando falta de fondos, y devolvió un artículo para que el Parlamento definiera la fuente de financiamiento. La decisión encendió la disputa institucional y derivó en al menos cinco proyectos de interpelación y moción de censura contra el jefe de Gabinete.
En el plano internacional, Lula da Silva aprovechó su discurso en la ONU para marcar diferencias con el clima político argentino. El presidente brasileño celebró que en su país un exmandatario fuera condenado por “atentar contra el Estado democrático” y subrayó que tanto la democracia como la soberanía brasileña son “innegociables”. Un mensaje que, sin nombrarlo, sonó como un señalamiento a los nuevos liderazgos autoritarios de la región.





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