El gobierno libertario recupera terreno, la resistencia continúa

Interpretación del resultado electoral

El análisis de la reciente elección legislativa se centra en la victoria categórica e inapelable del oficialismo liderado por Javier Milei, un resultado que sorprendió incluso a sus propios aliados, dado el contexto adverso que enfrentaba el gobierno en los meses previos al comicio. La gestión llegaba al turno electoral en estado de descomposición política, con renuncias en el gabinete, tensiones internas, corrida cambiaria e inflación en ascenso. Sin embargo, logró imponerse de manera contundente.

Hemos sacado la declaración «La resignación no hace historia, construyamos la alternativa nacional» sobre nuestra posición política para la coyuntura. Este es el análisis de datos que complementan la declaración.

El voto, en buena medida, combinó miedo y esperanza. Miedo a un retorno de aquello que amplios sectores perciben como el pasado responsable de la decadencia, y esperanza en que la promesa de estabilidad económica pudiera finalmente concretarse. La inflación, como eje estructurante del malestar, funcionó como un demolador de identidades políticas. La experiencia cotidiana del dinero que no alcanza, de precios que se escapan, de salarios que se diluyen, desarma la trama afectiva sobre la que se sostienen las lealtades. Milei leyó esa angustia y ofreció una narrativa sencilla: la inflación tiene culpables identificables y puede ser derrotada si se eliminan los “obstáculos” del Estado. La baja inflacionaria —lograda a costa de una profunda recesión y caída de ingresos— fue presentada como prueba del éxito del rumbo.

En la base de ese resultado operó también un factor externo decisivo. El rescate financiero y político de Estados Unidos, impulsado por el entorno de Donald Trump, permitió que el gobierno llegara “vivo” al proceso electoral. Sin esa asistencia, el escenario hubiera sido de colapso cambiario y protesta social. Milei, consciente de su dependencia, reforzó los vínculos con Trump y con los grandes capitales locales, sellando un alineamiento que combina subordinación política y disciplinamiento económico. Tras el triunfo, los principales referentes del poder financiero le reclamaron consolidar ese rumbo, “ajustar la relación con los aliados” y mantener firmeza frente a cualquier intento de resistencia social. El presidente, pese a su retórica excéntrica, sigue al pie de la letra el libreto dictado por Washington y por los grandes grupos empresariales locales.

La derrota del peronismo fue significativa. A nivel nacional por su porcentaje, en la Provincia de Buenos Aires por haber logrado un triunfo amplio apenas un mes antes. El caudal electoral peronista, sin embargo, no se desplomó: se mantuvo dentro de su rango histórico, entre 3,5 y 4 millones de votos. Lo que cambió fue la capacidad de la derecha para unificarse en torno a la figura de Milei, que logró absorber al electorado de Juntos por el Cambio y a sectores descontentos del propio peronismo. La fortaleza del voto libertario radicó más en la concentración del malestar que en una adhesión programática coherente.

En el plano económico, la elección se produce en medio de una recesión profunda y de una redistribución regresiva del ingreso. Solo los trabajadores formales bajo convenio del sector privado —alrededor de seis millones— lograron recomponer parcialmente su poder adquisitivo respecto de diciembre de 2023. Los empleados públicos nacionales continúan un 35% por debajo, y los jubilados entre un 9% y un 12% por debajo. Aun así, el malestar material no se tradujo en un voto de castigo. La crisis social parece haber ingresado en una fase en la que los números no alcanzan para explicar los comportamientos políticos: la promesa de “orden” pesa más que la experiencia concreta del deterioro.

La tentación libertaria de ir por todo

El gobierno interpreta su victoria como un nuevo mandato de legitimación política para avanzar en una etapa de “reformismo permanente”, orientada a la reestructuración integral del Estado. En el horizonte inmediato asoma la triple reforma laboral, previsional y tributaria, cuyo objetivo declarado es “liberar las fuerzas del mercado” y garantizar la rentabilidad del capital. Milei convocó a los gobernadores con representación parlamentaria, a quienes considera “actores racionales procapitalistas”, para construir mayorías que permitan convertir en leyes las consignas del llamado Pacto de Mayo.

Detrás del impulso reformista se oculta la fragilidad estructural del plan económico. La continuidad del apoyo financiero de Washington y del Fondo Monetario Internacional depende del mantenimiento del programa de ajuste y de los recortes del gasto público. Las publicaciones económicas internacionales celebraron la victoria oficialista, pero advirtieron que “no hay tiempo que perder”: la estabilidad obtenida depende de la rapidez con que se implementen las reformas estructurales. El gobierno enfrenta vencimientos de deuda que se vuelven impagables sin nuevas líneas de financiamiento: 12.800 millones de dólares en 2026 y 19.000 millones en 2027. Mientras tanto, el Banco Central mantiene reservas netas negativas, una situación tan delicada como la que dejó el gobierno anterior.

El riesgo mayor no es solo financiero sino social y político. La recomposición del orden económico implica un aumento del conflicto distributivo. Aunque Patricia Bullrich ya no ocupa el Ministerio de Seguridad, se prevé una nueva fase de represión preventiva frente a la protesta, en particular si los sindicatos y movimientos sociales deciden resistir la triple reforma. La memoria de diciembre de 2017 funciona como advertencia: el margen de maniobra del gobierno dependerá no solo de su capacidad de coerción, sino también del grado de fractura o unidad del campo popular.

La elección se dio además en un contexto de participación históricamente baja, inferior al 70%, el registro más bajo desde 1983. Casi un 32% del padrón no votó. Si se considera el total del electorado, la primera minoría no fue el 41% que obtuvo Milei, sino el 26,1% que optó por la abstención. Esto no deslegitima el resultado, pero sí expone la profundidad de la crisis de representación política. El voto mayoritario fue un voto de orden, no necesariamente de adhesión. La victoria fue clara, pero interpretarla como un cheque en blanco sería un error: expresa más el desamparo que la convicción, más la desafección que el entusiasmo. En ese terreno movedizo, Milei busca consolidar su hegemonía, mientras el país asiste a una recomposición del poder donde el miedo, la dependencia externa y la precarización social se entrelazan en una nueva arquitectura de dominación.

Marcha universitaria

Plataformas digitales como dispositivo político

La influencia externa y el papel de las plataformas digitales (redes sociales, videojuegos, aplicaciones de teléfonos celulares) fueron elementos decisivos en el escenario electoral reciente. Se sobreestimó el “espíritu anticolonial” de la sociedad, suponiendo que los votantes reaccionarían en defensa de la soberanía o frente a las injerencias externas. Sin embargo, una parte importante de la ciudadanía vive hoy bajo la influencia de un imaginario global moldeado por las plataformas culturales y los consumos digitales. Hay plata, estrategia, bots, trolls, segmentación de audicencias, construcción de subjetividades y muchas inteligencia. Los think tank y empresas del norte trabajan sobre la política del sur global a través de estos dispositivos de enorme capilaridad. Muchos, fascinados por las representaciones de bienestar, orden y éxito que difunden las series de Netflix o los algoritmos de TikTok, aspiran a “traer a su casa” el país que ven en esas pantallas. Las redes no solo distribuyen información: construyen mundos posibles y afectos colectivos, reconfigurando la forma en que se percibe la política y la vida cotidiana. El mileísmo entendió esa transformación mucho antes que sus adversarios y supo convertir las redes en un territorio de subjetivación política, donde la estética, la provocación y la sensación de autenticidad pesan más que los programas o las ideas.

Argentina fragmentada

La sociedad argentina contemporánea está profundamente fragmentada. Ya no es aquella que articulaba el peronismo clásico, basada en el trabajo industrial y la comunidad organizada. La nueva composición social está hecha de trabajadores precarizados, autónomos, freelancers, repartidores en bicicleta, empleados en plataformas digitales y sectores que buscan satisfacción inmediata en un presente sin horizonte de estabilidad. En ese contexto, el discurso industrialista del peronismo, que promete recuperar un mundo de producción y empleo estable, no logra interpelar a individuos que ya no viven en ese esquema. Milei, en cambio, captó el cambio cultural: su mensaje se adapta a una sociedad no industrial, pero lo hace apelando a los costados más miserables del individualismo contemporáneo, exaltando la competencia y el resentimiento, convenciendo a cada ciudadano de que su vecino es su enemigo.

El desafío para el campo popular es enorme. La sociedad es contradictoria: solidaria y cruel, fraterna y egoísta al mismo tiempo. La disputa política pasa por activar las dimensiones más cooperativas y comunitarias de esa subjetividad, sin nostalgia del pasado ni romanticismo industrial. La tarea del progresismo no puede limitarse a recordar la Argentina que fue, sino que debe construir una nueva narrativa democrática y solidaria capaz de reconciliar libertad con justicia, deseo con comunidad. Hubo momentos recientes —como en los discursos iniciales de Néstor Kirchner— en que esa lectura de la fragmentación fue comprendida y convertida en política: convocar a cada parte de la sociedad, no desde la homogeneidad sino desde la diferencia. Hoy esa lección parece olvidada. El reto consiste en producir una nueva gramática de interpelación popular, que reconozca la diversidad de experiencias, sin resignarse a aceptar un mundo horriblemente injusto como si fuera inevitable.

En este marco, el peronismo enfrenta además una crisis de liderazgo y cohesión interna. Atomizado en expresiones federales y territoriales, sufre una creciente desconexión entre el Área Metropolitana de Buenos Aires y las provincias. Buena parte de su energía política se consume en resolver disputas internas más que en construir alternativas colectivas. Esa dispersión se traduce en resultados concretos: en la elección reciente, el juego individual de dirigentes como Fernando Grey restó votos decisivos para revertir la derrota. Mientras la derecha logró disciplinarse electoralmente en torno a un liderazgo claro, el progresismo exhibe una diversidad que, sin una estrategia común, se transforma en impotencia.

Liderazgo y organización peronista

El problema no es solo de nombres, sino de formas de liderazgo. Axel Kicillof emerge como figura central, pero su alcance es limitado por su base territorial y por un formato de conducción que todavía depende del carisma personal más que de una organización participativa. La renovación que se reclama no consiste únicamente en cambiar rostros, sino en construir liderazgos que alienten la participación popular en lugar de inhibirla. Las experiencias de conducción vertical, aun cuando fueron efectivas en su tiempo, hoy resultan insuficientes para una sociedad más horizontal y desconfiada de las jerarquías. Se impone una gran conversación colectiva, capaz de recrear sentido y pertenencia en torno a proyectos comunes. La fatiga de los materiales políticos —las rutinas, las consignas, los lenguajes— exige nuevas formas de decir, de pensar y de organizar.

A estos desafíos se suma un problema técnico e institucional que afecta directamente a la representación: la implementación de la Boleta Única. Presentada como un avance modernizador, su debut fue accidentado. Se duplicaron los votos anulados respecto de elecciones anteriores, lo que sugiere una falta de capacitación adecuada en el electorado. El entusiasmo de los responsables por la “eficacia y rapidez” del proceso electoral revela una mirada tecnocrática que vacía de contenido político el acto de votar. La idea de que ejercer la soberanía popular en veinte segundos es un éxito operativo encubre un retroceso democrático.

La Boleta Única personaliza y desideologiza el voto: reduce las opciones a una serie de rostros y logos, borrando la noción de listas integrales y proyectos colectivos. En lugar de fortalecer la deliberación política, la transforma en un consumo rápido, donde cada votante elige como quien selecciona un producto en una pantalla. Este formato, funcional al individualismo y a la antipolítica, consolida la tendencia a convertir la democracia en una competencia de marcas y celebridades. En una sociedad fragmentada y fatigada, el riesgo es que el voto deje de ser una herramienta de transformación para convertirse en un gesto efímero, sin contenido ni memoria.

La combinación de estos factores —la colonización cultural de las redes, la disolución del tejido social industrial, la crisis de liderazgo progresista y la degradación del acto electoral— configura un nuevo escenario político donde la batalla por el sentido se libra en el terreno de las emociones, las imágenes y los algoritmos. En ese campo, el desafío no es solo resistir, sino reinventar una forma de hacer política que vuelva a unir a una sociedad dispersa, sin nostalgia y sin miedo.

Flyer de Papeles de coyuntura

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio