Hay ciertos cócteles explosivos. Cuando se juntaron Evita y el Che en el imaginario popular en la Argentina de los 60s, se abrió un mundo para pensar la emancipación ¿No hay algo alrededor de la disrupción -revolucionaria, sin dudas- de las nuevas tecnologías que si logramos entroncar con las tradiciones combativas de nuestro pueblo pueden darnos un nuevo horizonte de liberación?
La figura del hacker permite pensar una política popular de la tecnología que no se limite a adaptarse al mando digital del capital, sino que dispute poder en el mismo terreno donde hoy se organizan las redes, los datos y los algoritmos.
Un cachito de historia hacker
El movimiento hacker nace en los sesenta como una tecnoélite contracultural que aprende a programar máquinas para expandir sus capacidades y, al hacerlo, abre grietas en la forma capitalista de organizar el conocimiento. Su legado se expresa en tres planos: la construcción de la infraestructura de Internet, una ética de acción basada en la cooperación abierta y la emergencia de comunidades que producen bienes comunes digitales. Nada menos.
Ese legado se inserta hoy en una revolución tecnológica que reconfigura la organización del poder y del conflicto. La forma red —flexible, distribuida, capaz de coordinar nodos dispersos— se vuelve dominante frente a jerarquías rígidas, tanto en empresas y Estados como en movimientos sociales o activismos globales.
Los movimientos sociales ante las nuevas tecnologías
La irrupción de Internet y las tecnologías digitales generó desde el inicio dos respuestas principales en los movimientos populares. Por un lado, corrientes que las rechazaron como instrumentos del imperialismo y la vigilancia, identificando la red con una extensión del dominio corporativo, de inteligencia y militar sobre territorios y cuerpos.
Por otro lado, sectores que optaron por apropiarse de esas herramientas, también con estrategias diferenciadas. Una primera línea concibió la red como altavoz para “dar voz a los sin voz”, acelerando la circulación de denuncias, campañas y relatos propios; otra apostó a “construir Internet”, poblando el espacio digital con zonas liberadas, radios comunitarias online, infraestructuras autónomas y prácticas de comunicación popular capaces de disputar la hegemonía del relato.
Ética hacker, bienes comunes e inteligencia colectiva
La ética comunitaria hacker parte de una convicción sencilla y potente: el software libre es un bien común que solo existe si su código, su desarrollo y su gobernanza son colectivos. No se trata solo de abaratar costos, sino de afirmar que el conocimiento técnico es producto de una inteligencia social general y que privatizarlo es expropiar a quienes lo producen, del mismo modo que el capital expropia el trabajo en la fábrica.
En esa clave, la comunidad hacker encarna una política de los bienes comunes digitales que resuena con la noción marxista de intelecto general. Compartir código, documentar procesos, devolver al común las mejoras individuales y romper las barreras de propiedad intelectual sobre tecnologías estratégicas son formas de lucha que se expresan en repositorios de software libre, redes federadas y proyectos de infraestructura abierta.
Romper el fetiche de la IA, nombrarla, hackearla
En el campo de la inteligencia artificial (como último fenómeno del proceso de técnico-productivo) no existe una sola posición sobre cómo abordalra, pero sí una actitud común: negarse a aceptar la IA como un producto opaco, cerrado, definido por las corporaciones. Frente a un capitalismo de plataformas que concentra datos, algoritmos y poder de cálculo, la postura debe ser romper el fetiche, la adhesión a visiones cerradas, construir pensamiento propio y producir conflicto allí donde hoy se promete solo eficiencia.
Eso supone romper el bloque de la IA como etiqueta totalizante y nombrar cada tecnología por lo que es: modelos de lenguaje entrenados con datos masivos, sistemas de recomendación que organizan la atención, algoritmos de scoring que deciden acceso a crédito, salud o seguridad social. La tarea política consiste en complejizar y desmitificar, no en negar la tecnología sino en disputarle sentido, fines y régimen de propiedad.
Taller, experimento y militancia digital
Como hacemos con nuestros encuentros, proyectos, el Taller de Formación de Comunicación Popular, creemos que la tarea frente a la IA y las tecnologías digitales se despliega en prácticas concretas de taller, experimentación y militancia. Probar con modelos, datasets y herramientas —equivocarse, desarmar, recombinar— permite construir conocimiento situado sobre el funcionamiento interno de estas máquinas, lejos de la opacidad de las plataformas corporativas.
Esa experimentación no es neutral: se enlaza con la construcción de una militancia digital capaz de articular comunicación popular, organización en red y defensa de derechos. En un escenario donde los trabajadores de plataformas dependen de algoritmos que definen sus ingresos y condiciones de vida, construir otras tecnologías también significa aprender a leer, auditar y disputar el control de esos sistemas que hoy funcionan como patrones invisibles.
Modelos públicos, software libre y soberanía
La concentración privada de datos y de capacidades de IA reproduce en el plano digital la vieja lógica de dependencia. Cuando los modelos entrenados con recursos públicos, datos de instituciones estatales o universidades terminan bajo licencias opacas y en manos de corporaciones globales, lo que se pierde es soberanía tecnológica y capacidad de planificación nacional.
Desde una perspectiva nacional y popular, todo modelo de lenguaje o infraestructura de IA (sobre todo las financiadas con fondos públicos) deben ser de software libre, con código y datos de entrenamiento transparentes y auditables bajo un régimen de bienes comunes. No se trata solo de una opción técnica, sino de un criterio democrático: sin acceso al código y a los datos no hay control ciudadano posible sobre tecnologías que influyen en la economía, la seguridad y la vida cotidiana.
Tecnología y laburantes en la era de las plataformas
La disputa del desarrollo tecnológico contemporáneo se entrelaza con las luchas de la clase trabajadora en la economía de plataformas. Quienes programan, administran servidores o desarrollan herramientas libres comparten terreno con repartidores, choferes y freelancers que viven bajo el mando del algoritmo, sin derechos laborales, ni seguridad social, ni transparencia sobre cómo se decide cada viaje o pedido.
En ese cruce se abre un campo estratégico de alianzas: desarrolladores de software libre, activistas por los derechos humanos, feministas, sindicatos y organizaciones de base pueden articularse para desarmar la discriminación algorítmica, exigir transparencia y construir herramientas propias. La consigna “no somos emprendedores, somos trabajadores” encuentra su correlato técnico en “no somos usuarios pasivos, somos productoras y productores de tecnología”, una afirmación que devuelve la IA y las redes al terreno del conflicto social.
Lucha y programa tecnológico nacional y popular
Pensar la IA, el software libre y el hacktivismo desde la Argentina implica inscribirlos en una tradición que conoce bien las palabras dependencia, soberanía y comunidad organizada. Un programa nacional y popular podría articular al menos cuatro ejes: desarrollo de infraestructura digital pública y libre, formación masiva en alfabetización tecnológica crítica, regulación fuerte de plataformas y algoritmos, y promoción de comunidades que produzcan bienes comunes digitales al servicio del pueblo.
En la revolución tecnológica, la disputa no es solo por el acceso a dispositivos o conectividad, sino por quién define el código que gobierna la vida social. La ética hacker, anclada en la cooperación, el software libre y la defensa de los bienes comunes, ofrece una brújula para quienes, desde abajo, quieren que la inteligencia —humana, colectiva y también maquínica— deje de ser un instrumento de dominación y se convierta en fuerza de liberación nacional.




