El Desarrollo por Invitación.. Espejitos de colores, una nueva zoncera argentina

Una invitación a ser colonia

El llamado “desarrollo por invitación” plantea que algunos países pueden alcanzar el progreso gracias al impulso o tutela de potencias ya desarrolladas. La idea distingue entre tres caminos posibles: los pioneros, que iniciaron la revolución industrial; los herederos, que aprovecharon su proximidad institucional y cultural con ellos; y los invitados, que habrían crecido bajo la protección o dirección de esas potencias.

El concepto nació para describir la expansión estadounidense sobre Europa Occidental tras la Segunda Guerra Mundial, un proceso de dominación consentida en el que los gobiernos europeos pidieron la intervención norteamericana para su reconstrucción. Hoy, el término vuelve a aparecer en los debates sobre América Latina, y en particular sobre la relación entre Argentina y Estados Unidos, como si una nueva “invitación” pudiera abrir la puerta al desarrollo.

Pero esa narrativa -en Argentina, en este 2025-, oculta su verdadero propósito: no se trata de un desarrollo, sino de un modelo neocolonial. El llamado “desarrollo por invitación” solo funcionó en aquellos casos donde los países mantuvieron una estrategia nacional soberana, con un Estado planificador, políticas industriales y control sobre el rumbo económico. Corea del Sur fue un ejemplo de eso: tomó la ayuda externa, pero la subordinó a sus propios objetivos nacionales. En cambio, Filipinas, que se entregó completamente al tutelaje estadounidense, quedó atrapada en la dependencia y el estancamiento.

La Argentina actual no enfrenta una invitación al desarrollo, sino una operación de recolonización económica y política. Bajo el argumento de la cooperación, se está vendiendo el país por moneditas, entregando sus recursos naturales, su capacidad de decisión y su política económica a intereses extranjeros. El salvataje financiero y las promesas de estabilidad son instrumentos de control que atan la soberanía nacional al dólar y a los designios de los fondos de inversión norteamericanos.

La injerencia no es solo económica. Se expresa también en los planes políticos y militares que acompañan el tutelaje. Operadores extranjeros actúan como supervisores del proceso político local, mientras se reconfigura la presencia militar estadounidense en el Atlántico Sur y en la frontera patagónica. En nombre de la “seguridad” y la “alianza estratégica”, se cede soberanía territorial y se excluye a otros actores globales como China, siguiendo el guion de la política “America First”.

El modelo que se impone bajo este esquema no es el de un país desarrollado, sino el de una economía primarizada, dependiente y precarizada, con salarios bajos, informalidad masiva y sin protección estatal. Es el modelo de una Argentina subordinada, funcional a las necesidades de abastecimiento y control geopolítico de Estados Unidos.

En este contexto, el desarrollo por invitación no es una oportunidad, sino una estrategia imperial de disciplinamiento. No busca el bienestar nacional ni la industrialización, sino la consolidación de un orden colonial adaptado al siglo XXI.

Frente a esta ofensiva, la única salida posible es la reconstrucción de la soberanía económica, política y cultural, y la defensa activa de un proyecto de país propio. El desarrollo no se delega ni se pide prestado: se conquista con organización, trabajo y lucha popular.

Dibujo retrofuturista de una argentina colonia, esclavizada, y una mujer que levanta la bandera nacional en señal de resistencia activa

Construir el desarrollo desde las capacidades nacionales

No se trata de negar los cambios globales y los impactos que el cambio tecnológico tiene en todos los aspectos de la actualidad. Por el contrario, se trata de liberar la imaginación política para pensar un nuevo modelo argentino, soberano, justo, sustentable en términos ecológicos, con desarrollo científico-tecnológico propio, que teniendo en cuenta los complejos desafíos que supone pensar el desarrollo nacional en ese contexto histórico no pierda el rumbo con cantos de sirenas.

Para eso, es necesario retomar algunos conceptos que nos brinda nuestra historia. Recuperarlos, ponerlos en el debate contemporáneo, tensarlos, actualizarlos para que vuelvan a tener capacidad transformadora.

El desarrollo no puede ser una dádiva externa ni una concesión del poder mundial. Se construye desde adentro, sobre las propias fuerzas y las capacidades nacionales. En toda nación dependiente, la contradicción principal se da entre el proyecto nacional —que busca la independencia económica, política y cultural— y el proyecto imperialista, que pretende mantener la subordinación mediante el endeudamiento, el control tecnológico y la penetración cultural.

Esa contradicción se expresa dentro del propio país a través de actores internos: de un lado, las mayorías trabajadoras, la producción nacional, la ciencia y la cultura popular; del otro, las minorías que operan como intermediarias del poder extranjero, las oligarquías que concentran la renta y los grupos económicos que lucran con la dependencia. La lucha por el desarrollo nacional es, en esencia, una disputa por la soberanía.

Es posible y necesario generar desarrollo con base nacional. Esto significa organizar los recursos humanos, naturales y tecnológicos al servicio del bienestar colectivo. No se trata de crecer para exportar, sino de producir para vivir mejor, garantizando justicia social, independencia económica y soberanía política. Las causas externas —como los flujos financieros, los precios internacionales o la tecnología importada— pueden condicionar el proceso, pero la causa fundamental del desarrollo es interna: reside en la capacidad del pueblo para organizarse, planificar y conducir su propio destino.

Para un desarrollo de tipo nacional, la planificación es la herramienta esencial de esa conducción. No puede haber desarrollo sin un proyecto común que oriente la economía hacia fines sociales. Planificar es decidir colectivamente qué producir, para quién y con qué propósito, evitando que la lógica del lucro individual determine el rumbo nacional. La planificación democrática permite coordinar la iniciativa privada con los objetivos del conjunto, subordinando el interés particular al interés de la comunidad.

En este sentido, el rol del Estado es central. Debe ser el organizador y garante del equilibrio general: controlar los resortes fundamentales de la economía, coordinar la inversión, proteger la industria, orientar el crédito y distribuir equitativamente los frutos del trabajo. El Estado no puede limitarse a administrar la pobreza; debe dirigir el proceso de creación de riqueza nacional. Su función no es reemplazar a la sociedad, sino poner en movimiento sus fuerzas productivas y protegerlas del saqueo.

Poner lo colectivo sobre los intereses de las clases dominantes -que funcionan de manera subordinada en relación a los intereses extranjeros- implica volver a disputar la distribución de la renta nacional. La función social de la propiedad es otro pilar del desarrollo. La riqueza, la tierra, la industria o la tecnología no pueden ser simples instrumentos de renta privada. Cada forma de propiedad —estatal, cooperativa o privada— debe cumplir un papel útil a la comunidad. La propiedad sin función social es parasitaria; la propiedad puesta al servicio del bien común es productiva y liberadora. La experiencia histórica del peronismo muestra que esto es posible, fortaleciendo una tercera posición que no se basa en el capitalismo salvaje ni al colectivismo que mata la individualidad.

Pensar el desarrollo desde las capacidades nacionales implica romper con la dependencia. La llamada “ayuda externa” o las “inversiones salvadoras” son, en realidad, mecanismos de subordinación. Los recursos externos solo pueden ser aceptados como complemento, nunca como motor. Lo esencial es la movilización del trabajo nacional, la innovación propia y el uso soberano de los recursos naturales.

La autosuficiencia tecnológica y la industrialización integral son condiciones de independencia. No se trata de cerrarse al mundo, sino de integrarse con autonomía, de negociar desde la fuerza y no desde la necesidad. Un país que exporta materias primas e importa ciencia, trabajo y conocimiento, está condenado a reproducir su atraso.

El desarrollo no es una fórmula económica sino una tarea política y moral. Es el camino por el cual una nación asume su destino, deja de ser objeto y se convierte en sujeto de la historia. Solo así puede alcanzar la verdadera independencia: aquella que se funda en la soberanía del trabajo, la justicia social y la dignidad de su pueblo.

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